Hay un momento sagrado en la vida adulta: ese instante glorioso en el que te levantas un lunes (porque todas las transformaciones importantes suceden los lunes, ¿verdad?) y dices con voz firme, casi solemne:
«Me voy a poner a dieta.»
Lo dices con la convicción de quien va a escalar el Everest en sandalias. Visualizas ensaladas dignas de Pinterest, smoothies verdes que te dan glow espiritual, y un tú del futuro bailando en la playa con un abdomen que podría cortar jamón.
Corte: tú, una hora después, empujando un carrito del supermercado como si fueras a alimentar a un equipo de rugby… en plena hibernación.

Todo iba bien… hasta que entré al súper.
Entré decidida, lista para abrazar mi nuevo estilo de vida. Incluso cogí una cesta en lugar de un carrito, como si eso me ayudara a controlar las compras. Spoiler: no lo hizo.
Primero, pasé por la sección de frutas y verduras como toda una influencer saludable. Toqué los aguacates con cara de experta, como si supiera cuándo están maduros (no sé, siempre los abro y están marrones). Metí espinacas, apio, una piña, y dos limones (porque vi en TikTok que tomar agua con limón en ayunas te vuelve inmortal).
Pero entonces…
El pasillo de las galletas apareció.
No sé qué hechizo tiene ese pasillo, pero siento que al pasar por ahí pierdo el control de mi voluntad. Mi yo interior, esa parte rebelde que aún llora por no haber cenado pizza anoche, se apodera del cuerpo.
– «Un paquete de galletas por si vienen visitas.»
– «Un poco de chocolate negro que es antioxidante.»
– «Estos cereales con azúcar son altos en fibra… creo.»
– «Bueno, este helado es light… o eso parece.»
Y cuando me quiero dar cuenta, ya llevo más productos procesados que una gasolinera en carretera.
El carrito de la contradicción
Lo peor de todo es que la espinaca sigue ahí. Aplastada por una bolsa familiar de papas fritas, mirándome como diciendo: “¿En serio? ¿Después de todo lo que hemos vivido juntas?”
Intento justificarme mentalmente:
– “La pizza es vegetal, tiene tomate.”
– “El pan integral es sano, aunque esté relleno de crema.”
– “Voy a balancear: un donut, una mandarina. Yin y yang.”
La caja de los arrepentimientos
Cuando llego a pagar, tengo dos opciones: fingir que es una compra familiar («Sí, señora cajera, tengo cuatro hijos invisibles que solo comen snacks») o mirar al horizonte con dignidad y aceptar mi derrota.
Al llegar a casa, saco los productos, y mientras guardo el hummus que jamás voy a abrir, me repito la gran mentira nacional:
«El lunes que viene sí empiezo.»
Y así se repite el ciclo. Cada semana. Como si fuese un ritual de negación colectiva. Estoy convencida de que no estoy sola. Que hay miles de carritos errantes, llenos de contradicciones, de yogures de dieta junto a tartas de queso.
Ponerme a dieta es como cuando te propones ver una sola serie en Netflix y terminas llorando a las tres de la mañana por una historia turca de 96 capítulos.
La intención es buena. La ejecución… bueno, ¡al menos tengo galletas!